Cortar los tentáculos yihadistas.

El pasado abril, el Secretario de Defensa estadounidense Ashton Carter confirmó que su país había empezado a utilizar ciberarmas de manera ofensiva contra el Estado Islámico con la finalidad de degradar sus infraestructuras de información y comunicaciones y sus fuentes de financiación.

Aunque esta noticia pasó desapercibida para gran parte de la opinión pública, reviste de gran relevancia: tal y como está sucediendo en otras esferas de la sociedad, algunas de las principales actividades de las organizaciones terroristas – captación, reclutamiento, adoctrinamiento, adiestramiento, formación, financiación o propaganda – se realizan de forma creciente en el ciberespacio. En consecuencia, no parece extraño que Estados Unidos haya resuelto combatir a Daesh tanto en el plano físico como en el virtual. No es el único país en combatir al Estado Islámico en el ciberespacio, pero sí ha sido el primero en reconocer la conducción de operaciones ofensivas en este entorno.

Desde un punto de vista militar, el principal objetivo de la ciberguerra contra el Estado Islámico son sus capacidades de Mando, Control y Comunicaciones (C3). Estos sistemas han permitido a Daesh dirigir, coordinar y desplegar sus fuerzas sobre el terreno para enfrentarse con notable éxito a los ejércitos iraquí e iraní. Muchos de estos sistemas dependen del ciberespacio para operar, requieren de una infraestructura de Tecnologías de la Información y Comunicaciones (TIC) para transmitir la información y deben tener un cierto grado de seguridad y resiliencia para hacer frente a los crecientes ciberataques de la Coalición. En consecuencia, la disrupción de estos sistemas incide directamente sobre la capacidad del Estado Islámico para planear, conducir y sostener sus ofensivas.

Desde el punto de vista propagandístico, el éxito de Daesh se ha cimentado en el carácter viral de las redes sociales virtuales (Facebook, Twitter, Youtube, Telegram, Instagram, etc.). Pero para mantener este entramado operativo, el Estado Islámico no sólo dispone de hábiles profesionales de la propaganda, el marketing y la comunicación en sus filas, sino también de informáticos capaces de mantener esta ingente maquinaria propagandística en permanente funcionamiento. Ello implica mantener la operatividad de sus servicios y recursos en línea en un contexto marcado por cierres y bloqueos de cuentas en las redes sociales y proveedores de servicios a la vez que reducir la exposición de los community managers del terror a las labores de inteligencia que realizan los servicios secretos internacionales o sobreponerse a los múltiples ciberataques conducidos por gobiernos enemigos.

Desde el punto de vista económico, a pesar de los múltiples avances realizados en los últimos años para dificultar la financiación del terrorismo, el sector bancario continúa siendo una de las vías más fiables y eficientes para mover fondos para fines ilegítimos. Aunque las transacciones no son de gran cuantía, el Daesh hace un extensivo uso de la banca online y enmascara sus fondos en monedas virtuales como Bitcoin. En este sentido, muchos gobiernos y organizaciones policiales están trabajando con el sector bancario mundial con el objetivo de descubrir e impedir el uso fraudulento que realiza Daesh y sus seguidores de las plataformas digitales bancarias.

La ciberguerra contra el Estado Islámico es una realidad que sirve para apoyar tanto a otras actividades realizadas en el ciberespacio – labores policiales enfocadas a acabar con la captación y radicalización online – como a las acciones militares realizadas sobre el terreno. No es el primer caso de ciberguerra y tampoco será el último.

 

Autores: Enrique Fojón, subdirector de THIBER

Guillem Colom, director de THIBER

Fuente: La Razón

Posted on 14 septiembre, 2016 in Sin categoría

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